Artículo de Nueva Tribuna
Los problemas de la vivienda
popular en Roma
Los
problemas de la vivienda de los grupos sociales desfavorecidos han sido
constantes en la historia. En general, hemos dedicado mucha atención a las
graves deficiencias del hábitat de la época de la Revolución Industrial pero en
Roma fueron especialmente graves. Intentemos dar algunas claves.
Los
problemas de la vivienda de los grupos sociales desfavorecidos han sido
constantes en la historia. En general, hemos dedicado mucha atención a las
graves deficiencias del hábitat de la época de la Revolución Industrial pero en
Roma fueron especialmente graves. Intentemos dar algunas claves.
La vivienda
popular por excelencia en la Roma imperial fueron las insulae (islas, en
latín), bloques, generalmente en régimen de alquiler, de varios pisos, y que
ocupaban las clases humildes ante la dificultad de poder acceder a las
viviendas particulares o domus. El nombre de isla se debía a que estaba
rodeada de calles, como nuestras manzanas.
Las
insulae nacieron por la fuerte presión demográfica sobre las ciudades
romanas y, especialmente en Roma. Comenzaron a levantarse en el siglo III a.C.
pero se multiplicaron en tiempos de la crisis de la República y del nacimiento
del Imperio cuando se produjo una gran inmigración hacia la capital.
En
principio, las insulae eran bloques de tres, cuatro o cinco pisos, en adobe
o madera, materiales que, con el tiempo, serían sustituidos por el ladrillo.
Fueron creciendo en altura y se llenaron de departamentos por pisos y sin
patios internos, lo que dificultaba el acceso que terminó por articularse con
escaleras interminables exteriores, o laberínticas, siendo no extraño que
hubiera que pasar por otros departamentos para llegar al propio. Los vanos no
estaban cerrados con vidrios, por lo que había que taparlos de diversas
maneras, generalmente con tablones para evitar el frío del invierno. Por otro
lado, no era raro que en verano la temperatura subiera a extremos agobiantes.
No existía ningún tipo de suministro de agua ni infraestructura de saneamiento,
por lo que había que recurrir a las fuentes públicas y a deshacerse de los
desperdicios y excrementos a través de las ventanas, generando no pocos
problemas de higiene y salubridad en las inmediaciones. Estos factores hicieron
que los romanos de condición humilde pasaran gran parte del día en la calle.
El precio de
los alquileres variaba en función del piso en que se habitaba. Los niveles
inferiores tenían más valor que los superiores. En las plantas bajas solían
abrirse comercios. Los pisos superiores, de difícil acceso, eran más baratos e
inseguros porque no eran raros los derrumbamientos, generando muchas víctimas.
Los incendios también fueron muy frecuentes y se propagaban con suma facilidad
dado el poco espacio entre unos edificios y otros. Tenemos que tener en
cuenta que, sobre todo cuando se empleó más la madera que el ladrillo, era muy
fácil que se prendiese el fuego porque los vecinos usaban braseros para
calentarse o cocinar. El salvamento era muy complicado por las alturas y se
convirtieron en ratoneras donde era muy fácil encontrar la muerte.
Las
insulae fueron un negocio inmobiliario especulativo mayúsculo en Roma. Los
dueños de los terrenos ganaban una fortuna con su venta, dada la presión para
construir. El empresario constructor buscaba sacar el máximo beneficio haciendo
una inversión mínima, lo que repercutía en la calidad de los materiales de
construcción y en la necesidad de levantar temerariamente muchos pisos. Por su
parte, los caseros buscaban aumentar los alquileres subdividiendo casi
infinitamente los espacios para sacar más departamentos. Famosa fue la fortuna
que consiguió Craso comprando viejos inmuebles, casi ruinosos, a precio de
saldo, en los que casi no invertía en su reforma, para ponerlos en alquiler
inmediatamente.
Los graves
problemas de las insulae motivaron que las autoridades legislaran al
respecto. Julio César fue el primero en tratar el asunto. La motivación para
actuar no partía tanto de una conciencia social como de una preocupación por la
higiene pública al constatarse los peligros del hacinamiento y por las
consecuencias de los derrumbamientos e incendios. César ordenó que la altura
máxima no podía superar los ocho pisos, unos diecinueve metros, aunque esto
cambió con Augusto. Posteriormente, Trajano limitó más la altura, ya que
estableció que no se podían levantar más de seis pisos. Pero la generalización
del ladrillo hizo que volviera a aumentarse la altura. Se reguló la separación
mínima entre edificios, un factor fundamental para prevenir la fácil difusión
del fuego. No cabe duda que se evitaron muchos incendios gracias al ladrillo y
al aumento de la distancia entre las construcciones, aunque también es cierto
que hubo muchos incumplimientos. La presión especulativa era muy grande.